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Mendoza
llevaba seis centímetros de dilatación cuando el suelo empezó a temblar. Estaba
en una sala de parto y recuperación, y su instinto de madre le cegó de lo que
estaba pasando. “Pese a todo lo que ocurría a mi alrededor, seguí con mi
alumbramiento. Me aislé por completo: no escuchaba nada. Solo recuerdo que
estaba mi médico, las enfermeras, una sola [una mujer que acompaña a la
parturienta mientras da a luz], mi marido y mi madre. Ellos abrían paso entre
el caos para poder dar con un espacio seguro”. Se trataba, añade el padre de
Adolfo Iñaki y esposo de Jessica, “de buscar el lugar más idóneo y seguro,
donde simplemente no corrieran peligro”. Ese punto resultó ser una banqueta
situada en la esquina misma del sanatorio, en la confluencia de las calles de
Durango y Sonora, protegida de potenciales derrumbes. Allí, unos policías
construyeron con sábanas una suerte de hospital de campaña improvisado.
Desde ese
momento hasta que dio finalmente a luz pasó media hora que se hizo eterna. No
fue necesaria ni anestesia ni intervención quirúrgica. Los medios materiales
con los que los sanitarios atendieron al bebé fueron igualmente precarios: unas
gasas esterilizadas, unos guantes y un aparato para medir la frecuencia
cardíaca del neonato. Apenas 20 minutos después –casi una hora tras el
terremoto–, madre e hijo fueron trasladados a una sala especialmente habilitada
para acoger a los pacientes que habían tenido que abandonar las habitaciones
del centro hospitalario. “Es un hospital viejo, pero aguantó bien”, apostilla
Mendoza. “Aún así, cuando entré había pedazos derrumbándose”.
“Ha sido un milagro”, resume Mendoza todavía
emocionada ya desde su domicilio. Quiere agradecer la labor realizada por los
médicos –“la doctora Elisabeth Valencia y todo su equipo”– y los policías que improvisaron
un paritorio en plena Roma Norte. “Han estado magníficos; demasiado
profesionales”, añade.
Ortiz
también habla de todo ello nervioso, al tiempo que agradecido. “El mundo se
caía y él vino a salvar el nuestro. Es el mensaje más grande de amor y ejemplo
de fuerza y valentía ante la vida”, explica el joven mexicano. A su alrededor,
decenas de pacientes han sido desalojados de la clínica. Ahora esperan al lado
de bolsas de suero entubado o en sillas de ruedas a que se compruebe el buen
estado de la estructura del edificio o a que, en definitiva, el temor pase. A
las 10 de la noche –casi nueve horas después del temblor–, el camellón
(bulevar) de esa misma calle se ha convertido en un hospital de campaña,
plagado de grandes tiendas blancas. Después del desalojo, ese será el techo,
esta noche, para los enfermos y el cuerpo médico. “Dentro de la gran tragedia
que hemos vivido en la Ciudad de México, ha sido muy hermoso. Si Adolfo Iñaki
ha sobrevivido a este terremoto justo cuando estaba naciendo, va a superar todo
en la vida”.
Con información de: El Pais
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